Hay peces que por algún motivo disfrutan nadando contracorriente, que no dudan en retar a la fuerza voluptuosa de las aguas del río. Al abrigo de uno de los ojos del Puente de Piedra tuve ocasión de fotografiar a uno de esos siluros tan esquivos asomándose a la superficie por un instante. A veces un instante, puede ser demasiado tiempo; el tiempo justo para ser pescado. No cabe descuidarse en ese viaje. Cuando era niño, Balbino, un vecino de mis abuelos que emigró a Cataluña, me regaló una caña de pescar. Fue el mejor regalo que jamás he recibido. Lo recuerdo con mucha ilusión. Me duró un pez. Sí, a veces el tiempo se mide en peces. Aquel siluro tenía las escamas algo desgastadas, pero todavía conservaban cierto brillo que vibraba al compás de los últimos rayos de sol; una luz macilenta, densa, tersa. Su mirada, un tanto perdida, distante, plácida y profunda. Un pez tímido, que por un momento sintió la curiosidad de dejar de serlo. No sé qué fue de él; le vi alejarse aguas arriba, hasta perderse en un horizonte de arreboles plateados por la rambla de la ciudad. Regreso cada tarde al lugar donde le conocí, pero ya no he vuelto a saber de él. Si alguna vez paseando, intuyerais el lomo de su silueta detenido en el río, no dudéis en acariciar con la mirada la belleza de su piel, porque hay miradas que sólo duran un pez y un pez puede ser todo un mundo; toda una vida.
hoy suena en mi habitación: agua / jarabe de palo
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